Jesuitas

Colegio Apóstol Santiago de Monterrei, primero de Galicia de la Compañía de Jesús (III)

Y así como los padres del colegio atendían gustosos a los párrocos de la zona de influencia de Monterrei, cierto es que la misión primordial de los jesuitas de allí era trabajar educativamente con la juventud colegial.

Un jesuita del colegio podía dirigir algunas clases diarias y aprovechar las horas sobrantes o los días libres para predicar, confesar o dar misiones. El P. Evaristo Rivera en su descripción del colegio de Monterrei indica que “eran hombres de función múltiple”. Además, la comunidad gallega de la zona se encontraba muy satisfecha con ellos, situación que quedó reflejada en una carta del P. Valderrábano a San Ignacio, escrita al poco tiempo de llegar, y en la que se indica que ”Toda esta tierra de Galicia ha mostrado gran contentamiento con la venida de la Compañía”.

El trabajo docente comenzó bien. Si el primer curso hubo 53 alumnos, calculaban que para el próximo podrían llegar a los 200. Simultáneamente fue creciendo el número de jesuitas que, a los dos años de establecerse, eran ya 10, de sitios muy distintos. Dos de ellos habían nacido no lejos de Monterrei: el P. Pablo Hernández alaricano, profesor de Teología moral (que sería más tarde asesor espiritual de Santa Teresa) y el estudiante Juan Alonso, natural de Chamusiños, también en la zona de Limia.

La primera y más aventurada etapa del colegio terminó en 1561, pocos años después de la muerte del Padre Ignacio, con la estancia del P. Jerónimo Nadal, que venía de Roma una vez más a la Península con la misión de visitar todas las casas y personas. Comenzó por Monterrei. En su Diario nos informa de que había ya 4 clases de Gramática y 1 de Teología moral y de que el pueblo era pequeño, apenas 40 casas. Sin embargo, de los pueblos vecinos vienen al Estudio cerca de 400 alumnos, la mayor parte gente pobre. Sacaban un fruto extraordinario. En honor del Visitador los alumnos organizaron dos solemnes actos académicos, uno de Gramática y otro de Teología, que concluyeron con música ante la mirada asombrada de los invitados.

Se admiró el P. Nadal de ver unos alumnos tan aprovechados en verso y prosa cuanto nunca lo esperó ver en Galicia. Como Nadal visitaba todo y a todos, fue una tarde a conocer la ermita de Nuestra Señora de los Remedios (con casa aneja) en la parroquia de Vilamaior do Val a una legua de Verín. Era -y sigue siendo- un lugar de gran devoción y culto en toda la comarca. Los fundadores habían encargado al Colegio dirigir y gestionar el santuario. La Comunidad aceptó con gusto pensando en las posibilidades apostólicas que ofrecía. Pero tuvieron que dejar de soñar, porque Nadal juzgaba que las limosnas y obligaciones consiguientes no eran conformes con la pobreza de la Compañía.

Pero llegados a estas alturas, conviene preguntarse cuál era el principio pedagógico que inspiraba el buen hacer de la Compañía en latitudes gallegas. Por un lado, San Ignacio y sus compañeros de la Sorbona, recordaban sus métodos de enseñanza y decidieron acomodarlo al espíritu de la Compañía. Así, se decidió un «currículum» para las clases inferiores estructurado básicamente en tres etapas: Gramática, Retórica y Humanidades. En Monterrei se les añadió Teología moral o casos de conciencia, en atención especial a los clérigos y también el de Artes o Filosofía, que eran ya estudios superiores. Por otro lado, la concepción científica de la enseñanza se basaba en los valores de la cultura griega y romana, y esa conjunción de saberes quiso asumirla la Compañía en nuestro colegio de Monterrei. Con ello puede afirmarse que el sistema educativo allí empleado presentaba una alta categoría pedagógica.

La Compañía experimentó muchos años este sistema y a finales del siglo XVI publicó un manual de funciones para todos sus colegios, que llamó Ratio Studiorum. Aprovechemos el momento para señalar unas breves pinceladas de nuestra Ratio que nos recuerda el P. Evaristo Rivera.

Según las normas generales de la Ratio, en el Colegio, bajo la autoridad general del Rector, era el Prefecto de estudios el que coordinaba la marcha en el aspecto académico, organizativo e espiritual. Los alumnos vivían generalmente en régimen externado y los que habitaban en casas cercanas eran controlados por el colegio. Como principio fundamental, la formación los alumnos sería «en piedad no menos que en artes liberales», decir una simbiosis de virtud y letras.

Se confesarán por lo menos una vez al mes, oirán misa a diario y el sermón los días de fiesta. Ninguno entrará en el colegio con armas e instrumentos semejantes. Se abstendrán de juramentos así como de juegos y lugares prohibidos por el Prefecto. Si no fueran útiles los avisos y advertencias, los profesores se valdrán de los “correctores» (tal oficio suponía el castigo corporal, que se trans-fería por lo común a manos seglares). No asistirán a espectáculos públicos ni a las ejecuciones de reos a no ser, eventualmente, a la de herejes. Esfuércense en conservar su alma sincera y pura y encomendarse con mucha frecuencia a Dios y a la Santísima Virgen.

No faltaba una referencia específica para las familias. Los alumnos deberían ser presentados al colegio por sus padres o tutores y no se excluirá a ninguno por no ser de clase elevada o por ser pobre. Eran, pues, centros interclasistas y gratuitos, aunque había algunos -muy pocos- destinados a la nobleza. Existía el diálogo familia-colegio, porque si un profesor creía conveniente hablar con los padres de un alumno, podía hacerlo, previa notificación al Rector. La expulsión quedaba sujeta a éste, asesorado por el Prefecto y los profesores.

Se insistía con particular énfasis en la norma de hablar latín, excepto en aquellas clases en las que los discípulos no lo sabían. (Monterrei era un Estudio políglota. Se hablaba latín, castellano y gallego. Pero ¿en qué medida y circunstancias se usaba cada uno, sobre todo desde que aparece la escuela de niños? Los docu-mentos eluden el tema. El célebre polígrafo benedictino fray Martín Sarmiento -que, por cierto tenía un hermano jesuita en Monterrei- planteará muchos años después la cuestión. El la conocía experimentalmente, puesto que había estudiado Gramática en el colegio de la Compañía de Pontevedra).

Todas esas cosas decía la Ratio. Pero decía muchas más, porque era un código reglamentario muy detallista. Estas normas ayuda-ron sin duda, pero no bastaron, a que el hecho pedagógico de Monterrei fuese único y sorprendente, cuando parecía una aventura perdida de antemano. Con razón decía el primer Rector que era la cosa más nueva en esta tierra. Pero nos hemos alargado demasiado y debemos cortar nuestra narración para continuarla más adelante.

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